Árbol frondoso del paisaje político español que ha aguantado de pie,
robusto, bien enraizado en la tierra, instauraciones y caídas de
regímenes políticos, que ha sobrevivido a monarquías oligárquicas,
dictaduras militares, democracias parlamentarias, la corrupción nunca ha
sido percibida por la opinión pública como uno de los problemas
centrales de nuestro sistema político. Desde que existen series de
datos, no llegan a tres de cada cien los españoles que sitúan la
corrupción entre sus principales preocupaciones. Lo curioso es que nunca
han bajado del 75% los que opinan que en España existe mucha o bastante
corrupción: casi todo el mundo cree que hay mucha corrupción, a casi
nadie le importa.
De modo que no es por ausencia de percepción del problema, sino por
una desmoralización generalizada, herencia del dominio secular de la
moral pública católica, por lo que la corrupción no paga tributo a la
hora de las elecciones: en la Comunidad Valenciana, la masiva percepción
de la trama Gürtel como paradigma de corrupción no restó ni un voto al
amigo del alma de uno de sus principales cabecillas, a quien
impúdicamente había confesado cuánto le quería. Más aún, un juzgado
popular lo absolvió y el tipo anda diciendo por ahí que gracias a la
oración ha salido del trance más preparado que nunca para ejercer la
presidencia no ya de la Generalitat sino del Gobierno.
Todo esto se refiere a la cultura política de la sociedad y a la
conducta de su clase política: a tal cultura, tales prácticas: tonto el
que, si tiene una ocasión, no la aprovecha, algo que también ha debido
de pensar este miembro de la Casa Real que ostenta todavía el ducado de
Palma. Así nos ha ido en las últimas décadas: los casos en que algún
corrupto ha caído en las redes de la justicia se cuentan con los dedos
de la mano. Mala suerte para los caídos, pero por cada uno de estos,
nadie sabe el número de los que se han construido un chalet con el
sueldo de concejal, o de alcalde, o de presidente de la Comunidad. La
opinión general es que menos de 5% de los cargos públicos han quedado al
margen de algún caso de corrupción.
Estamos, pues, ante uno de esos problemas, hoy llamados
transversales, que afectan a la cultura popular, a la conducta de
nuestra clase política y a nuestro sistema institucional, desde los
Ayuntamientos a la Casa Real pasando por las Comunidades Autónomas, los
partidos políticos y los gobiernos del Estado; uno de esos problemas,
pues, que sumerge a quien lo contempla en cierto pesimismo
antropológico: aquí no ser corrupto es hacer el primo.
¿Es posible acabar con esto? Seguramente sí. Por lo pronto, parece
que la opinión comienza a despertar: en el barómetro de enero publicado
por el CIS saltaba al 12% el número de ciudadanos que situaba la
corrupción entre nuestros tres principales problemas. Poco es, pero, en
fin, quizá esta incipiente preocupación, empujada por todo lo que la
recesión económica está desvelando, mueva a los partidos a establecer
mecanismos de control interno y a los gobiernos a reforzar la
independencia de la administración en la lucha contra sobornos, fraudes,
malversaciones y demás.
Porque bastaría que entrara la luz en las cuentas de los partidos,
que todos los contratos con dinero público pasaran por el control de una
administración profesional y a salvo de nepotismos y clientelismos
políticos, y que las sospechas de prácticas corruptas fueran
denunciadas, para que esta plaga comenzara a remitir. En Sevilla, por
ejemplo, ¿cómo es posible que un chófer y su jefe, que parecen sacados
del círculo íntimo de los Soprano, hayan podido malversar dinero público
a espuertas sin que nadie del partido, nadie de la administración,
nadie del gobierno haya hecho sonar todos los timbres de alarma?
La instrucción y la sentencia de los jueces de Baleares en el primer
caso Matas son como agua de mayo en este páramo moral en que se ha
convertido el sistema de la política en España. Pero no serán
suficientes si la opinión no se moviliza, los partidos no actúan, las
administraciones no se profesionalizan a resguardo de los vaivenes
políticos, y los gobiernos no persiguen las prácticas corruptas. Y a
este respecto, no deja de producir sonrojo que el gobierno de Rajoy,
tras destituir a cinco jefes de inspección, haya elevado a Pilar
Valiente, citada un día sí y otro también en el dietario de la
presidenta de Gescartera, a directora adjunta de la Oficina Nacional de
Investigación Antifraude.
Articulo de Santos Juliá en www.elpais.com
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